Las noches se volvieron inquietas en Xynora, con el brillo carmesí de la estrella creciendo día a día,
como una herida abierta en el cielo. El Alto Consejo decidió enviar una flota de reconocimiento,
naves equipadas con la tecnología más avanzada que Xynora podía ofrecer. Atravesaron el espacio en silencio,
con la esperanza de desviar o, al menos, comprender lo que estaba por venir. Pero a medida que se acercaban al objeto,
sus sistemas comenzaron a fallar, y una por una, las naves se apagaron, dejando a sus tripulantes flotando en la oscuridad, impotentes.
Los pocos datos que lograron transmitir antes de desaparecer confirmaron los peores temores de Xynora:
aquello no era una estrella, sino una entidad consciente, un titán cósmico conocido en antiguos mitos como Ghroth,
el Destructor de Mundos. Su llegada no solo significaba el fin de su civilización, sino de todo lo que alguna vez
había existido en ese rincón del universo.
Ghroth se acercaba, y con él, una vibración profunda comenzó a recorrer el planeta, resonando en el núcleo mismo de Xynora.
Los mares se agitaron, los cielos se oscurecieron, y la tierra comenzó a agrietarse. Los xynoranos, desesperados,
intentaron activar sus escudos planetarios, pero estos se desvanecieron ante la presencia abrumadora de Ghroth,
como si fueran simples espejismos.