El corazón de Aleksei se aceleró. Levantó su rifle, pero sus manos temblaban.
La criatura giró su rostro hacia él, o lo que parecía ser su rostro: una sombra sin rasgos,
oscura y profunda como la noche eterna. El susurro se volvió un rugido en su mente,
una voz que le hablaba en un lenguaje que no podía comprender, pero que llenaba su ser de un miedo primitivo.
El viento se intensificó, arrastrando consigo un frío que parecía penetrar hasta los huesos.
Aleksei sintió que sus fuerzas lo abandonaban, sus piernas flaqueaban y cayó de rodillas en la nieve.
La criatura comenzó a acercarse, sus pasos eran silenciosos pero imponentes, como si el suelo mismo temiera perturbarla.
Con el último vestigio de fuerza, Aleksei apuntó su rifle y disparó.
El sonido se perdió en el rugido del viento, y cuando bajó el arma, la criatura ya no estaba.
Solo quedaba el viento, aullando en su soledad, llevando consigo el eco de una risa oscura y siniestra.
Aleksei nunca regresó al pueblo. Al día siguiente, cuando la tormenta cesó, los aldeanos encontraron su rifle en la nieve,
pero no había rastro de él. Solo unas huellas gigantescas que se desvanecían en la distancia, llevadas por el viento.
Desde entonces, las noches de tormenta en el pueblo eran recibidas con un silencio reverente.
Los ancianos murmuraban plegarias a la oscuridad, y los cazadores nunca volvían a salir cuando la nieve caía y el viento susurraba sus secretos.