Cuando morían, la sangre de los hijos de Aucayoc escapaba como lava hirviente de los cráteres de los volcanes.
Pronto que quedaron pocos guerreros y cansados de hacer la guerra intentaron terminar la disputa.
Esa mañana, el cielo permaneció azul y despejado y los dioses se dirigieron a su padre:
“Déjanos descansar, padre, no podemos luchar más”.
Pidieron a Aucayoc sus hijos que todavía tenían fuerzas para arrodillarse ante él.
Pero el dios de la guerra no quiso escucharlos:
“Ustedes no son más que cobardes, no son dignos de vivir conmigo. Así que ¡Fuera!, no quiero verlos nunca más!”.
Y con un gesto final de enojo, los arrojó del cielo. Aucayoc los envió a vivir en la tierra, convertidos en unas
plantas de hojas duras, huecas como sus lanzas, en sus frutos Aucayoc encerró la rabia que sentía contra ellos, rabia se convirtió en púas.
Los hijos de Aucayoc vivieron en la tierra por mucho tiempo, soportando la dureza del corazón del suelo, que apenas los alimentaba.
Pero un día el Inti padre se levantó temprano y con mucha hambre,
descendió al Kay Pacha, la Tierra, y arrancó una de las mazorcas de la primera planta que tuvo al alcance de la mano.
A penas la tocó, los granos llenos de púas se volvieron suaves y tiernos,
y la mazorca se tiño de color dorado, como el sol.